Un frigorífico que conozca la caducidad de los alimentos y nos advierta mediante un correo electrónico; un reloj que detecte nuestro estado de ánimo y nos muestre mensajes de motivación; una impresora que nos permita imprimir la hamburguesa de nuestro restaurante favorito (y comérnosla); un cepillo de dientes que alerte de una pequeña caries y pida directamente cita en un dentista, y un teléfono móvil que automaticamente nos pida un taxi para ir al trabajo cuando nos hayamos despertado tarde. Taxi que, por cierto, vendrá sin conductor.

Todo esto no es ciencia ficción, sino una breve ilustración de algunos de los avances tecnológicos que se están desarrollando en el presente y que formarán parte de nuestra vida cotidiana en el futuro. De hecho si bien la mayoría aún no se está comercializando, en la actualidad existen prototipos de todos estos objetos.

Los avances tecnológicos se producen cada vez más rápidos y esto es un hecho innegable. Lo que antes sucedía en cientos de años, ahora se produce an apenas una década. A modo de ejemplo, los últimos smartpone remplazaron a sus predecesores en la mitad de tiempo de lo que tardó la banda ancha en reemplazar a la conexión telefónica. Esto ya fue previsto hace tiempo por Gordon E. More, cofundador de la empresa intel, a través de su conocida ley de Moore, que expresa que, aproximadamente, cada dos años se duplica el número de transistores en un microprocesador, lo que además implica que las tecnologías anteriores vayan quedando obsoletas. A esta velocidad de cambio, dentro de 15 años el mundo que actualmente conocemos podría ser completamente distinto.

En este contexto, debemos ser conscientes del reto que supondrá adaptar las leyes a esta evolución arrolladora. En capítulos anteriores, he puesto de manifiesto la dificultad que ha entrañado la llegada de internet y las nuevas tecnologías para quién legisla e interpreta las leyes. Hasta el momento, no siempre hemos sido capaces de adaptar el Derecho a la nueva realidad, pues a pesar de que podemos aplicar las leyes existentes a las nuevas situaciones, existe un cierto grado de inseguridad hasta que el legislador aprueba nuevas leyes. O, al menos, hasta el momento en que los tribunales confirman una interpretación diferente de las normas ya existentes. La cuestión es que, si esto a venido siendo una cuestión difícil, ¿cómo podremos afrontar los retos del futuro en el derecho digital con el cambio tecnológico?

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